Mecanismo social del colectivo

Yendo a la facu pensaba en el mecanismo del colectivo. No en su funcionamiento como aparato, sino en el mecanismo social, en lo que uno hace y el rol que cumple allí dentro desde el momento en que sube (o está por subir) hasta el momento que baja. 
Verlo llegar, desde lejos, preguntarse si irá o no al destino que uno espera dirigirse, a veces con dudas entre medio, otras con seguridad; detenerlo con la mano, subirse. 
Dar el paso a otra persona. O no.
Y desde que te tomaste ese colectivo, desde el primer pensamiento que se te cruzó cuando viste que venía de lejos, ya cumplís un rol dentro del 'mecanismo social' del colectivo.
Saludás al chofer, pagás, hacés una vista rápida de todo el espacio disponible y caminas para ubicarte donde te sentís con más comodidad.
Te agarrás de los caños, a veces así no más, otras te aferrás con fuerza para no caer al suelo o encima de alguien. Sentados, parados, cerca del conductor, en el medio, más lejos, al final.
Hay veces que se llena de gente, hay veces que está vacío. Hay veces que el chofer se confunde de rumbo, o el timbre no funciona, el pasajero se enoja y termina yéndose a los gritos, en otra parada. A veces y por desgracia, el colectivo choca. Y casi nunca, pero suele suceder, se pierde.

Me acordé de tu metáfora. Esa de comparar la vida con el colectivo, bueno, más bien, tu vida como el colectivo, vos en el rol de conductor y la gente que aparece en tu vida, los pasajeros. 
Me dijiste que cuando estabas muy perdido a punto de estallar contra la nada misma, sin esperanzas de seguir y afligido por el hecho de soledad absoluta en la que los pocos pasajeros que quedaban ya se habían bajado, entre un grupo nuevo de gente, en una parada diferente a las típicas de tu rutina, subí yo.
Cada vez que hablabas de la metáfora mencionabas que al momento de subir, saludar y sentarme cerca tuyo, pudiste abrir los ojos y ver lo que pasaba alrededor con más claridad que antes, tomaste nuevos rumbos, volviste a manejar la ruta con precaución, muchas veces sintiendo una extraña sensación de felicidad. 
(Felicidad que yo no compartía de la misma manera que vos, porque en fin, era sólo eso, una pasajera más, en algún momento acabaría bajándome del colectivo y continuando con mi vida, con mis propios rumbos; pero se ve que eso no te fue fácil de entender)
Será porque me caíste bien desde el principio, que siempre estuve sentada cerca tuyo, en uno de los primeros cuatro asientos, charlando, conversando de los rumbos, de las paradas, de los choques... que si bien fueron pocos, después de dos de ellos pude notar cuál era su causa. Te diste cuenta que no compartía con vos esa sensación de felicidad que sentías con mi presencia tan cercana.  No pudiste aceptarlo, no quisiste, sabías que no podías manejar mis sentimientos. Y así chocabas. 
Chocaste una vez más. Me dolió. Nos dolió. Y para esta tercera vez, yo ya estaba sentada cerca del timbre. No quería que volviera a suceder de nuevo, pero no podía ir en contra de mis sentimientos y obligarlos a sentir lo que vos sentías hacia mí. 
Me costó un montón tomar la decisión. A veces me paraba, caminaba cerca de la puerta del fondo pero dudaba, entonces me sentaba al final. Y reflexionaba. Desde el espejo retrovisor me mirabas, con tristeza en los ojos, con furia, con dolor. Hasta que en un recorrido te volviste a perder y casi a chocar de nuevo porque se bajaron dos pasajeros importantes para vos. Te sentías solo, pero noté que los que quedaban no iban a bajarse pronto sino que iban a seguir, quizás hasta el final del recorrido. Yo no. Entonces lo decidí. Notaste que alguien tocó el timbre para pedir bajarse en la próxima parada. Te frenaste dos cuadras antes, sin abrir las puertas, mirándome, quizás preguntándote por qué, para qué. 
Te miré con seguridad de ser la última mirada. Esperé lo necesario. No sé si me entendiste, pero no quería verte chocar más, ni tampoco ir hacia otros destinos chocando cada dos por tres, porque no tiene nada de divertido chocar, y las heridas y los golpes dejan marcas en la piel. Arrancaste otra vez, en la parada que se acercaba, abriste las puertas del fondo y bajé, esta vez, sin dudarlo. En lugar de caminar, me quedé unos minutos en la vereda, observando que los pasajeros que me acompañaban se acercaban a vos. Crucé la calle y desde el otro lado noté cómo un grupo de nuevos pasajeros se subía al colectivo. Vi un par de caras conocidas, pero no las saludé. 
Después, jamás volví a subirme a ese colectivo. Por boca de otro me enteré que los pasajeros que se subieron esa vez que yo me fui, no volvieron a bajarse más y siempre llegaban hasta el final del trayecto y que pasado un tiempo de entender su dolor, los choques dejaron de existir en su camino.
Y yo, me bajé para no volver, simplemente porque no me gustaba su recorrido, se metía por recovecos internos un poco extraños, trastabillaba seguido y se perdía casi dudando de su propio destino. 
Ahora voy, hacia mi destino aún desconocido, pero segura de estar bien y controlar yo misma mis sentimientos. También tengo un colectivo. Y en este momento puedo asegurar que soy feliz con los pasajeros que suben y bajan y mucho más con la presencia de algunos que se quedan hasta el final de la ruta. 




Penèlope


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